Si de cuando en vez el indigenismo se pone de moda entre cierta intelectualidad que "redescubre" a los indios para volver a olvidarlos rápidamente, el ascenso de Evo Morales parece haber dado nueva fuerza a esa especie de souvenir, usado siempre para ocultar el problema señalado por Mariátegui hace algo más de 80 años.
Por ejemplo, el diario español El País, en su edición del 27 de enero, publica una nota a página entera que titula: "Resurge el indigenismo argentino". Está ilustrada con la foto de una manifestación en Buenos Aires y le colocaron un epígrafe que dice: "Representantes de aborígenes tobas participan en la protesta...", pero no se ven tobas en esa movilización, cuyo objetivo era protestar por la violenta represión de la policía chaqueña contra compañeros que exigían la renovación de becas y contratos laborales hace unas semanas.
En fin, para demostrar ese "resurgimiento", el diario español dice que, al entrar en Tilcara, Jujuy, cerca de la quebrada de Humahuaca y de la frontera con Bolivia, se lee en un paredón una pintada referida al "orgullo" del Collasuyo, la provincia austral del imperio incaico.
Mitos del precapitalismo
Si se deja a un lado la incursión socio-turística de El País, se tiene que el llamado "indigenismo" sólo puede rescatar algunos mitos del pasado precapitalista. El Collasuyo, como todo el incario, era un conglomerado de intereses sociales diversos y contradictorios, de opresores y oprimidos, de guerras y luchas particularmente sangrientas (de hecho, en el siglo XVI, cuando empezaba la conquista, el imperio vivía una guerra impiadosa entre dos incas, los medio hermanos Huáscar y Atahualpa).
En la práctica, los pueblos de habla quechua, predominantes en el Bajo Perú, conquistaron a los pueblos aymaras del sur y combinaron la peor opresión con la incorporación de las deidades del conquistado a la teogonía del conquistador, aunque, por supuesto, en un plano inferior, de sometimiento (los dioses siempre siguen la suerte política de sus adoradores). Ese proceso estaba en pleno desarrollo apenas un par de décadas antes de que los españoles llegaran a la región.
La formación económico social determinante en el incario guardaba sus similitudes con lo que Marx llamaba "despotismo asiático", en el cual formalmente los medios de producción son de propiedad colectiva pero su usufructo está en manos de una clase dominante que, entre los incas, tomaba la forma de casta religiosa.
La opresión de esos dominadores sobre el bajo pueblo fue tal que, en muchos casos, los conquistadores sólo tuvieron que eliminar físicamente a esa casta y ponerse en su lugar. En otros casos, hasta pudieron presentarse como libertadores.
Por eso, cuando en esa nota de El País, un dirigente de la Comunidad Kolla Tinkunaku, Héctor Nieva, dice que "cada vez más indígenas, reprimidos y discriminados durante siglos, tratan de buscar su resurgimiento como comunidades organizadas", corresponde preguntarse a qué clase de organización social se refiere.
Evo Morales y la Constitución boliviana surgida del pacto del oficialismo con la derecha dicen que el país ha sido "refundado" al declararse un Estado "pluricultural". Sin embargo, esa misma Constitución respeta explícitamente los "derechos adquiridos" de los usurpadores de territorios indígenas (artículo 394), establece un límite de 5 mil hectáreas a la propiedad territorial pero no retroactivamente, y transforma la "nacionalización" de los recursos en poco más que nada al admitir también los "derechos adquiridos" de los monopolios saqueadores. Por tanto, reconocer las "culturas originarias" y declarar que la wiphala será ahora, también ella, bandera nacional de Bolivia, es una demagogia que sólo encubre la continuidad de la opresión social y nacional de los indios, de las masas campesinas.
Por otra parte, si la restitución de los tribunales de justicia de los "pueblos originarios" significa, como en algunas zonas de Bolivia, lapidar a los rateros, cualquier socialista está obligado a oponerse a semejante regresión.
En cambio, el movimiento obrero hace suyas las demandas de las naciones indias cuando exigen la titularización de sus tierras, acceso a la salud y a la educación, y la defensa de sus recursos naturales. Así se hace en Salta, por ejemplo, donde la lucha del pueblo wichí está a punto de recuperar 19 mil hectáreas ocupadas por una tabacalera que, en el pasado, fue acusada de someter a fuerza de trabajo indígena a condiciones de semiesclavitud. En esos casos, las demandas corresponden a las de pueblos oprimidos pero, ante todo, a las de clases sociales explotadas que tienen necesariamente su objetivo estratégico en el gobierno de trabajadores, en el gobierno obrero y campesino.
Esta nota la escribió Alejandro Guerrero y para mí es digna de atención.
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